miércoles, 21 de enero de 2015

LA CHICA QUE MIRABA LOS TRENES EN BUSCA DE ESTRELLAS FUGACES (UN RELATO)

Ana acababa de salir de clase. El día había sido duro. Tras las que le resultaron unas breves vacaciones, la rutina volvía a hacer acopio de su mente. Los apuntes, las amigas, el lápiz de labios y la tristeza se mezclaban a partes iguales en el café de cada mañana. El transporte público y sus rostros colmados de soledad y miedos. La escuela de arte donde no aprendía las lecciones importantes de la vida, donde cada día soñaba con destrozar a puñetazos sus esculturas y a besos sus complejos. Supongo que era una chica extraña. Una de esas chicas que se quedan sentadas en las fiestas, que no bailan en los bailes, que no toman el sol por temor a ver su cuerpo, que lloran en la soledad de sus habitaciones por temor a que cada abrazo guarde en su interior una puñalada. Otra más que recibir como tantas. Ana se sentó en el banco de aquel andén que tanto conocía. Le gustaba ver los trenes pasar, como fugaces estrellas de los deseos. Ella sabía que los trenes guardaban deseos, que si una lágrima caía al pasar un tren, se convertiría en lo más añorado por su corazón. De improviso pensó en Ángel, en su mirada que sonreía y en su sonrisa que guiñaba un ojo. Tal vez fuera al revés, pero a ella le gustaba imaginárselo así, con aquel pelo enmarañado cubriéndole la frente, aquellos dedos de poeta, aquella voz de pianista. Le gustaba sentir sus caricias mientras esculpía en clase. Era entonces cuando sentía que podría llegar a ser la artista que siempre había soñado. Y él a su lado. Luego, abría lentamente los ojos y ahí, lo veía, frente a ella, esculpiendo delicadamente la arcilla, sin apenas adivinar qué sentía ella por él, sin mirarla siquiera. Tan solo creando su mundo de arcilla con sus dedos de poeta. Era en esos instantes cuando Ana se sentía tan estúpida, tan terriblemente sola. Era como una losa que sepultaba su corazón. Y ahora, frente a aquellos trenes que pasaban portando sus deseos, deseó llorar. Llorar y que una lágrima rodara por su mejilla para convertirse en beso. Ángel, sus manos, su pelo, su pequeño mundo de arcilla tan ajeno a una chica como ella. Ángel, Ángel y su estúpida sonrisa que no se abría para ella. A veces Ana deseaba no haberlo conocido nunca.

De repente un tren pasó. Ana se reflejó en sus cristales: su cuerpo imperfecto como el de las mariposas cuando son larvas, como el de los cisnes cuando son negros. Su cuerpo imperfecto esperando la caricia que lo convirtiera en perfecto. Sus labios esperando ser bautizados con el beso que los haga labios, pues nada son unos labios hasta que no son besados. Sus tristes ojos velados por nostalgia y recuerdos. Casi se sentía invisible. El vagón paró y las puertas se abrieron. Ella, sentada en su banco, observó la gente que salía. Gente rota por el brillo de la vida. Gente que no mira los trenes en busca de sueños. Gente vacía sin corazón tras aquellos caparazones de falsa bondad. Gente muerta. Sin embargo, Ana no se apiadaba de ellos: al fin y al cabo, ellos no había perseguido sus sueños con el coraje necesario. La humanidad había desistido de habitar sus ilusiones. Mientras Ana pensaba en todo eso, vio algo que la llamó la atención. Quizás fuera un reflejo en el brillo de los ojos de aquel chico al que no había visto en su vida, quizás aquella forma de andar arrastrando los pies como si de estatuas de piedra se trataran, pero lo cierto es que aquel muchacho que acababa de salir del vagón de los sin-sueños tenía la determinación escrita en su cara, esa expresión de profunda comprensión de si mismo y a la vez de profunda desesperación que sólo tienen los que persiguen sueños. Sin saber como, Ana se sintió irremediablemente atraída hacia aquel desconocido. Memorizó en su retina cada parte de él, cada gesto por nimio que fuera. Quería guardar su esencia en un rinconcito de su mente, en el cajón más profundo de su corazón. Aquel aire de despistado que le hacía tener una mirada tan divertida, aquella mochila medio abierta por descuido, cuyo contenido amenazaba peligrosamente con caer y desperdigarse por todo el vagón. Ana siguió sus pasos por el andén. Un paso, dos pasos, tres pasos, cada uno de ellos congelando el tiempo, cada uno de ellos haciendo latir su corazón una vez más. La cremallera de mochila del muchacho, que había ido abriéndose progresivamente, terminó por ceder, cayendo sus libros al suelo del sucio andén manchado de rutina y tristezas cotidianas. A Ana le dio un vuelco el corazón y se dispuso a levantarse para ayudarle. Ya podía sentir sus dedos rozándose con los de él al ir a recoger juntos el mismo libro, sus risas aflorando por el descuido, sus miradas cruzándose por la casualidad. Entonces, Ana supo que aquel era el tren de los deseos que tanto tiempo llevaba esperando. Acabó de levantarse y corrió hacia él en el preciso instante en el que otra chica se estaba agachando ya para ayudar al apurado muchacho a coger sus pertenencias. Ana paró en seco y miró a aquella chica. Era guapa. Guapa tal y como decían los cánones estéticos de una sociedad atada los convencionalismos de ser como se debía ser: mariposas, cisnes. Aquella chica era un cisne, blanco y sin mancilla. Una mariposa con alas de vivos colores. El chico se sonrojó cuando los dedos de ella rozaron por casualidad los de él. Ella sonrió con la fría candidez de quien se siente una diosa entre los hombres, después se marchó sin mirar atrás. El tímido chico la vio alejarse, después giró su rostro hacia Ana, que se había quedado petrificada en el andén. Un sentimiento de rabia y resignación mezclado con sus lágrimas besaba sus mejillas. “Mejillas...- pensó- más bien mofletes. Mofletes de gorda. Mofletes de nunca nadie te va a querer. Mofletes de desearía morirme”. Todo aquel sentimiento de infinita soledad caía al sucio anden en forma de llanto, quien sabe si plantando con cada gota de pena una bella flor que nacería cuando ya nada quedara. El muchacho se acercó a ella. “Perdona- le dijo- ¿te pasa algo?”. Ella se sorbió las lágrimas en un intento de dignificar lo poco que quedaba de su integridad. No - dijo- no te preocupes. Simplemente es... que... mi gato ha muerto. Siento pena por mi gato”. Ana pensó que él se reiría de ella, que la tomaría por una idiota y contaría aquella anécdota a sus amigos entre cervezas mientras piropearan a mujeres hermosas como cisnes y mariposas. Y a ellas les contaría que había visto un repugnante sapo llorando en algún andén de una parada sin importancia, un día sin importancia y a una hora sin importancia. Después, se imaginó Ana, desnudaría a aquellas mujeres-cisne, a aquellas chicas-mariposa, y las besaría sin futuro. Al fin y al cabo, eso hacían todos.

Ana volvió a bajar la mirada para que aquel desconocido no pudiera ver sus lágrimas. El tren de los deseos ya se había ido, robando todas sus ilusiones. Lo último que hubiera esperado ver fue cómo la mano de él cogía la suya. “Ven- le dijo- siéntate aquí conmigo”, y la llevó de nuevo al banco que para ella era tan familiar, sentándose con ella. La miró a los ojos, o eso intentó, pues ella no quería subir la mirada. “Dime, ¿Cómo se llamaba tu gato?”- preguntó. A Ana la pregunta le pilló de improviso. “¿Mi... gato?”- preguntó desconcertada, aún sin levantar la cabeza. Después recordó la excusa que le había puesto (dado que ella no tenía ningún gato) y balbuceó: “Mi gato... se llamaba... se llamaba...Frodo- Ana levantó la mirada para dar más convicción a sus palabras: “Frodo- repitió resueltamente- mi gato se llamaba Frodo”. Después sonrió tímidamente. Sentía los ojos de aquel chico escrutando los suyos, pero no para buscar en ellos sus debilidades, como había pensado por un momento, sino para nadar, bucear, encontrar los tesoros que nadie más había llegado a ver. Los tesoros escondidos de una juventud enclaustrada en prejuicios y dogmas de belleza. Los tesoros de una niña adulta que miraba los trenes en busca de estrellas fugaces. Aquellos ojos que miraban los suyos reflejaban un brillo conocido, un sentimiento entre la dulzura y la incomprensión. El brillo de no creer pertenecer a ningún lugar, de sentirse parte de una nada que lo consume todo, como un agujero negro en el centro del corazón. “Frodo”- dijo él, dijeron aquellos ojos. De repente su mirada sonrió y su sonrisa hizo un guiño de ilusión. Seguidamente sacó de su mochila un ejemplar de El Señor de los Anillos. “Un Anillo para gobernarlos a todos-comenzó- un Anillo para encontrarlos... un Anillo para atraérlos a todos y atarlos en las tinieblas... en la tierra de Mordor...”. Ella le miró, sonrió y acabó el verso a la par que él: “Donde se extienden las Sombras”. Vio la dulzura en el rostro que miraba. Aquel velo de inseguridad que al principio había visto en sus ojos iba desapareciendo como la nieve al salir el sol, derritiendo los témpanos de hielo que la sociedad había ido tejiendo en sus pupilas. Fue entonces cuando Ana se sintió mariposa, se sintió cisne, se sintió bella como una rosa en el asfalto, como un zapato de cristal olvidado tras la fiesta: bella y frágil como una taza de porcelana. Temía el amor: temía sentirlo y no sentirlo a la vez. Temía el puñal que guardaba en su interior el abrazo. Tantas cosas temía... tantas no comprendía... Volvió a bajar la mirada. No quería que el viera la duda en sus ojos. Ella le subió el rostro con una caricia en la barbilla. “Eh, chica triste,- dijo- ¿no vas al menos a decirme tu nombre?”. Ana se zafó de su caricia. No quería sentir. No quería soñar. “Ana- contestó- me llamo Ana”. “Bien, Ana. Yo soy Jorge. Encantado. Creo que ahora podemos mirarnos sin pensar que somos unos completos desconocidos”. A Ana le resultó extraño que alguien se expresara de esa manera. Las personas no solían hablar así. Una tímida e inadvertida carcajada resonó en el anden. Ana se puso colorada. “¿Qué pasa?- preguntó Jorge con una expresión de confusión en su cara- he dicho algo que te haga gracia”. Ana paró de reir en seco, conteniéndose. Bajó la mirada avergonzada. “Lo siento- dijo tremendamente sonrojada- es que me resultó extraño oir esa frase, la de lo completos desconocidos. Suena muy peliculera”. “Sí- reflexionó él- supongo que sí. La verdad es que no estoy acostumbrado a hablar con mucha gente”. El velo de inseguridad volvió a apoderarse de su mirada. Agachó la cabeza. “Siento lo de tu gato Frodo- dijo de manera atropellada- te estoy robando tiempo, perdona. Tengo que irme”. Se fue levantar del banco para marcharse apresuradamente. En un acto reflejo, Ana agarró su mano. “¡Espera!- le suplicó- no te vayas... por favor... no era mi intención...”. Jorge miró sus dedos, entrelazados con los de ella en aquel andén de las despedidas, en aquel lugar donde los sueños nunca se cumplían. A veces se sentaba en un banco frente a las vías a ver los trenes pasar. Creía que los deseos iban montados en ellos. Miró a la chica que aferraba su mano como si de una tabla en un naufragio se tratara. De repente supo que aquella mariposa sin alas también miraba trenes. Supo que también perseguía sueños. Sueños que los cisnes y las mariposas nunca tendrían: el sueño de amar y ser amados. Algo en esencia tan sencillo y a la vez tan terriblemente complicado. Apretó aquella mano que sostenía la suya y una lágrima se derramó por su cara. Dejó que cayera al suelo. Pensaba que algún día nacería una bella flor. Cuando ya no quedara nada. Volvió a sentarse. El tren apareció por el túnel. Ya no buscaba estrellas fugaces en su interior. Vio que dentro de aquellos vagones de tristeza y desamparo había personas, personas igual que él. Con dudas y miedos. Con agujeros negros en el fondo de sus corazones. Personas que luchaban día a día para encontrar una mirada que les salvara del desastre que había forjado la tristeza cotidiana.

El tren se detuvo junto al anden y las puertas se abrieron. Jorge pudo ver entre la marabunta de gente que entraba y salía, a un chico que, apoyado en el interior del vagón, escribía apresuradamente en una libreta, quién sabe si intentando hacer realidad en vano las palabras que bullían en su imaginación. Comprendió que la única realidad en el mundo era aquella mano aferrada a la suya. De repente, a uno de los pasajeros que bajaba del vagón se le cayó una rosa, que quedó muerta en el suelo. Jorge desanudó su mano de la de Ana, se levantó y fue a cogerla. Sabía que aquella rosa contenía las ilusiones de una persona. La puso encima del banco donde aún estaba sentada Ana. “Nadie debe pisar las ilusiones de la gente”- la dijo, después la cogió de la mano. “Creo que ya estás más tranquila. Ahora debo marcharme”. Ana le miró. No podía ser. Después de todas aquellas sensaciones, de todas aquellas caricias, de sentirse mariposa y cisne. ¡No!...¡No podía irse!... “¡NO TE VAYAS!”- volvió a suplicar, aflorando esta vez otra lágrima más de sus húmedas pupilas azules. Pero Jorge ya se iba, caminando hacia el andén de las despedidas. Caminando sin parar, sin mirar atrás, sin ver, que al final del anden estaba la vía, sin ver que el tren se había marchado. Sin ver que lo único que quedaba al final era muerte. Caminó hacia las vías de Nunca Jamás, como un solitario Peter Pan que no encontró su estrella. Ana quiso evitarlo, quiso gritar, llorar y morir, pero por alguna razón no pudo moverse del sitio. “¡NO!”, chilló una vez más... y su ángel de ojos turbios desapareció.

Ana despertó. Estaba recostada en el asiento del andén. Otra vez se había quedado dormida. Aquel sueño... había sido tan real... Jorge... su solitario Peter Pan sin hogar al que regresar... Lentamente, con la mirada perdida en la vía hacia la que había ido su ángel en el sueño, se levantó. Quizás fuera un punto de luz entre tanta oscuridad, quizás lo vio por pura casualidad: en el banco donde acababa de despertar había una rosa roja. La cogió con una sonrisa en sus labios. Se sintió como una mariposa. Se sintió como un cisne. Tal vez las cosas no ocurren como en los sueños, pero solo nosotros podemos defender nuestras ilusiones. Recordó las últimas palabras de aquel chico tímido y extraño de su sueño, aquel chico al que, tal vez, en otra vida había amado: “Nadie debe pisar las ilusiones de la gente”. Anudó la rosa a su cabello rubio y esperó con una sonrisa en su dulce rostro. El tren no tardaría en llegar.

FIN

Jorge de la Torre Jáñez (21-I-15)