miércoles, 2 de noviembre de 2016

Prefiero el amor rico en colesterol

Odio a la gente
convencional.
La gente con
colorantes y
conservantes
en las mejillas.
Odio su
juventud con
fecha de caducidad.
Las familias
de marca blanca
con el corazón
caducado
que miran el
telediario
mientras comen,
mientras pagan,
mientras follan
sin amor.
Mientras su
jarabe de glucosa,
su gasificante,
su fructosa
y su puto E-102
devoran su alma.
También me odio
a mí mismo.
Quizás sea porque
llevo años sin que
me salga un poema
del estómago,
sin regurgitar recuerdos
para convertirlos
en palabras
bellas y terribles.
El caso es
que me suda
los cojones
el Señor Mercadona
mientras me venda
las Steinburg a 30
céntimos de mierda,
pero el amor...
el amor
me sigue importando.
Y ahora que lo tengo,
me siento como
envasado al vacío
en un mundo muerto.
Pero, al menos, sé
que Ella es real.
Real y cancerígena
como la Coca-Cola
cuando era Coca-Cola.
Como la carne roja
del deseo.
Como el gobierno
y las golondrinas
de la ignorancia.
Porque cuando la beso,
el tomate
me sabe a tomate
y sus labios
a cielo.
Y mientras las
hamburguesas
del Burguer King
devoran a las
mariposas de mi
estómago,
la miro
y pienso
en todos los cobardes
que eligieron
un amor
semidesnatado,
y entonces me siento
feliz,

(14-VIII-16)

miércoles, 21 de enero de 2015

LA CHICA QUE MIRABA LOS TRENES EN BUSCA DE ESTRELLAS FUGACES (UN RELATO)

Ana acababa de salir de clase. El día había sido duro. Tras las que le resultaron unas breves vacaciones, la rutina volvía a hacer acopio de su mente. Los apuntes, las amigas, el lápiz de labios y la tristeza se mezclaban a partes iguales en el café de cada mañana. El transporte público y sus rostros colmados de soledad y miedos. La escuela de arte donde no aprendía las lecciones importantes de la vida, donde cada día soñaba con destrozar a puñetazos sus esculturas y a besos sus complejos. Supongo que era una chica extraña. Una de esas chicas que se quedan sentadas en las fiestas, que no bailan en los bailes, que no toman el sol por temor a ver su cuerpo, que lloran en la soledad de sus habitaciones por temor a que cada abrazo guarde en su interior una puñalada. Otra más que recibir como tantas. Ana se sentó en el banco de aquel andén que tanto conocía. Le gustaba ver los trenes pasar, como fugaces estrellas de los deseos. Ella sabía que los trenes guardaban deseos, que si una lágrima caía al pasar un tren, se convertiría en lo más añorado por su corazón. De improviso pensó en Ángel, en su mirada que sonreía y en su sonrisa que guiñaba un ojo. Tal vez fuera al revés, pero a ella le gustaba imaginárselo así, con aquel pelo enmarañado cubriéndole la frente, aquellos dedos de poeta, aquella voz de pianista. Le gustaba sentir sus caricias mientras esculpía en clase. Era entonces cuando sentía que podría llegar a ser la artista que siempre había soñado. Y él a su lado. Luego, abría lentamente los ojos y ahí, lo veía, frente a ella, esculpiendo delicadamente la arcilla, sin apenas adivinar qué sentía ella por él, sin mirarla siquiera. Tan solo creando su mundo de arcilla con sus dedos de poeta. Era en esos instantes cuando Ana se sentía tan estúpida, tan terriblemente sola. Era como una losa que sepultaba su corazón. Y ahora, frente a aquellos trenes que pasaban portando sus deseos, deseó llorar. Llorar y que una lágrima rodara por su mejilla para convertirse en beso. Ángel, sus manos, su pelo, su pequeño mundo de arcilla tan ajeno a una chica como ella. Ángel, Ángel y su estúpida sonrisa que no se abría para ella. A veces Ana deseaba no haberlo conocido nunca.

De repente un tren pasó. Ana se reflejó en sus cristales: su cuerpo imperfecto como el de las mariposas cuando son larvas, como el de los cisnes cuando son negros. Su cuerpo imperfecto esperando la caricia que lo convirtiera en perfecto. Sus labios esperando ser bautizados con el beso que los haga labios, pues nada son unos labios hasta que no son besados. Sus tristes ojos velados por nostalgia y recuerdos. Casi se sentía invisible. El vagón paró y las puertas se abrieron. Ella, sentada en su banco, observó la gente que salía. Gente rota por el brillo de la vida. Gente que no mira los trenes en busca de sueños. Gente vacía sin corazón tras aquellos caparazones de falsa bondad. Gente muerta. Sin embargo, Ana no se apiadaba de ellos: al fin y al cabo, ellos no había perseguido sus sueños con el coraje necesario. La humanidad había desistido de habitar sus ilusiones. Mientras Ana pensaba en todo eso, vio algo que la llamó la atención. Quizás fuera un reflejo en el brillo de los ojos de aquel chico al que no había visto en su vida, quizás aquella forma de andar arrastrando los pies como si de estatuas de piedra se trataran, pero lo cierto es que aquel muchacho que acababa de salir del vagón de los sin-sueños tenía la determinación escrita en su cara, esa expresión de profunda comprensión de si mismo y a la vez de profunda desesperación que sólo tienen los que persiguen sueños. Sin saber como, Ana se sintió irremediablemente atraída hacia aquel desconocido. Memorizó en su retina cada parte de él, cada gesto por nimio que fuera. Quería guardar su esencia en un rinconcito de su mente, en el cajón más profundo de su corazón. Aquel aire de despistado que le hacía tener una mirada tan divertida, aquella mochila medio abierta por descuido, cuyo contenido amenazaba peligrosamente con caer y desperdigarse por todo el vagón. Ana siguió sus pasos por el andén. Un paso, dos pasos, tres pasos, cada uno de ellos congelando el tiempo, cada uno de ellos haciendo latir su corazón una vez más. La cremallera de mochila del muchacho, que había ido abriéndose progresivamente, terminó por ceder, cayendo sus libros al suelo del sucio andén manchado de rutina y tristezas cotidianas. A Ana le dio un vuelco el corazón y se dispuso a levantarse para ayudarle. Ya podía sentir sus dedos rozándose con los de él al ir a recoger juntos el mismo libro, sus risas aflorando por el descuido, sus miradas cruzándose por la casualidad. Entonces, Ana supo que aquel era el tren de los deseos que tanto tiempo llevaba esperando. Acabó de levantarse y corrió hacia él en el preciso instante en el que otra chica se estaba agachando ya para ayudar al apurado muchacho a coger sus pertenencias. Ana paró en seco y miró a aquella chica. Era guapa. Guapa tal y como decían los cánones estéticos de una sociedad atada los convencionalismos de ser como se debía ser: mariposas, cisnes. Aquella chica era un cisne, blanco y sin mancilla. Una mariposa con alas de vivos colores. El chico se sonrojó cuando los dedos de ella rozaron por casualidad los de él. Ella sonrió con la fría candidez de quien se siente una diosa entre los hombres, después se marchó sin mirar atrás. El tímido chico la vio alejarse, después giró su rostro hacia Ana, que se había quedado petrificada en el andén. Un sentimiento de rabia y resignación mezclado con sus lágrimas besaba sus mejillas. “Mejillas...- pensó- más bien mofletes. Mofletes de gorda. Mofletes de nunca nadie te va a querer. Mofletes de desearía morirme”. Todo aquel sentimiento de infinita soledad caía al sucio anden en forma de llanto, quien sabe si plantando con cada gota de pena una bella flor que nacería cuando ya nada quedara. El muchacho se acercó a ella. “Perdona- le dijo- ¿te pasa algo?”. Ella se sorbió las lágrimas en un intento de dignificar lo poco que quedaba de su integridad. No - dijo- no te preocupes. Simplemente es... que... mi gato ha muerto. Siento pena por mi gato”. Ana pensó que él se reiría de ella, que la tomaría por una idiota y contaría aquella anécdota a sus amigos entre cervezas mientras piropearan a mujeres hermosas como cisnes y mariposas. Y a ellas les contaría que había visto un repugnante sapo llorando en algún andén de una parada sin importancia, un día sin importancia y a una hora sin importancia. Después, se imaginó Ana, desnudaría a aquellas mujeres-cisne, a aquellas chicas-mariposa, y las besaría sin futuro. Al fin y al cabo, eso hacían todos.

Ana volvió a bajar la mirada para que aquel desconocido no pudiera ver sus lágrimas. El tren de los deseos ya se había ido, robando todas sus ilusiones. Lo último que hubiera esperado ver fue cómo la mano de él cogía la suya. “Ven- le dijo- siéntate aquí conmigo”, y la llevó de nuevo al banco que para ella era tan familiar, sentándose con ella. La miró a los ojos, o eso intentó, pues ella no quería subir la mirada. “Dime, ¿Cómo se llamaba tu gato?”- preguntó. A Ana la pregunta le pilló de improviso. “¿Mi... gato?”- preguntó desconcertada, aún sin levantar la cabeza. Después recordó la excusa que le había puesto (dado que ella no tenía ningún gato) y balbuceó: “Mi gato... se llamaba... se llamaba...Frodo- Ana levantó la mirada para dar más convicción a sus palabras: “Frodo- repitió resueltamente- mi gato se llamaba Frodo”. Después sonrió tímidamente. Sentía los ojos de aquel chico escrutando los suyos, pero no para buscar en ellos sus debilidades, como había pensado por un momento, sino para nadar, bucear, encontrar los tesoros que nadie más había llegado a ver. Los tesoros escondidos de una juventud enclaustrada en prejuicios y dogmas de belleza. Los tesoros de una niña adulta que miraba los trenes en busca de estrellas fugaces. Aquellos ojos que miraban los suyos reflejaban un brillo conocido, un sentimiento entre la dulzura y la incomprensión. El brillo de no creer pertenecer a ningún lugar, de sentirse parte de una nada que lo consume todo, como un agujero negro en el centro del corazón. “Frodo”- dijo él, dijeron aquellos ojos. De repente su mirada sonrió y su sonrisa hizo un guiño de ilusión. Seguidamente sacó de su mochila un ejemplar de El Señor de los Anillos. “Un Anillo para gobernarlos a todos-comenzó- un Anillo para encontrarlos... un Anillo para atraérlos a todos y atarlos en las tinieblas... en la tierra de Mordor...”. Ella le miró, sonrió y acabó el verso a la par que él: “Donde se extienden las Sombras”. Vio la dulzura en el rostro que miraba. Aquel velo de inseguridad que al principio había visto en sus ojos iba desapareciendo como la nieve al salir el sol, derritiendo los témpanos de hielo que la sociedad había ido tejiendo en sus pupilas. Fue entonces cuando Ana se sintió mariposa, se sintió cisne, se sintió bella como una rosa en el asfalto, como un zapato de cristal olvidado tras la fiesta: bella y frágil como una taza de porcelana. Temía el amor: temía sentirlo y no sentirlo a la vez. Temía el puñal que guardaba en su interior el abrazo. Tantas cosas temía... tantas no comprendía... Volvió a bajar la mirada. No quería que el viera la duda en sus ojos. Ella le subió el rostro con una caricia en la barbilla. “Eh, chica triste,- dijo- ¿no vas al menos a decirme tu nombre?”. Ana se zafó de su caricia. No quería sentir. No quería soñar. “Ana- contestó- me llamo Ana”. “Bien, Ana. Yo soy Jorge. Encantado. Creo que ahora podemos mirarnos sin pensar que somos unos completos desconocidos”. A Ana le resultó extraño que alguien se expresara de esa manera. Las personas no solían hablar así. Una tímida e inadvertida carcajada resonó en el anden. Ana se puso colorada. “¿Qué pasa?- preguntó Jorge con una expresión de confusión en su cara- he dicho algo que te haga gracia”. Ana paró de reir en seco, conteniéndose. Bajó la mirada avergonzada. “Lo siento- dijo tremendamente sonrojada- es que me resultó extraño oir esa frase, la de lo completos desconocidos. Suena muy peliculera”. “Sí- reflexionó él- supongo que sí. La verdad es que no estoy acostumbrado a hablar con mucha gente”. El velo de inseguridad volvió a apoderarse de su mirada. Agachó la cabeza. “Siento lo de tu gato Frodo- dijo de manera atropellada- te estoy robando tiempo, perdona. Tengo que irme”. Se fue levantar del banco para marcharse apresuradamente. En un acto reflejo, Ana agarró su mano. “¡Espera!- le suplicó- no te vayas... por favor... no era mi intención...”. Jorge miró sus dedos, entrelazados con los de ella en aquel andén de las despedidas, en aquel lugar donde los sueños nunca se cumplían. A veces se sentaba en un banco frente a las vías a ver los trenes pasar. Creía que los deseos iban montados en ellos. Miró a la chica que aferraba su mano como si de una tabla en un naufragio se tratara. De repente supo que aquella mariposa sin alas también miraba trenes. Supo que también perseguía sueños. Sueños que los cisnes y las mariposas nunca tendrían: el sueño de amar y ser amados. Algo en esencia tan sencillo y a la vez tan terriblemente complicado. Apretó aquella mano que sostenía la suya y una lágrima se derramó por su cara. Dejó que cayera al suelo. Pensaba que algún día nacería una bella flor. Cuando ya no quedara nada. Volvió a sentarse. El tren apareció por el túnel. Ya no buscaba estrellas fugaces en su interior. Vio que dentro de aquellos vagones de tristeza y desamparo había personas, personas igual que él. Con dudas y miedos. Con agujeros negros en el fondo de sus corazones. Personas que luchaban día a día para encontrar una mirada que les salvara del desastre que había forjado la tristeza cotidiana.

El tren se detuvo junto al anden y las puertas se abrieron. Jorge pudo ver entre la marabunta de gente que entraba y salía, a un chico que, apoyado en el interior del vagón, escribía apresuradamente en una libreta, quién sabe si intentando hacer realidad en vano las palabras que bullían en su imaginación. Comprendió que la única realidad en el mundo era aquella mano aferrada a la suya. De repente, a uno de los pasajeros que bajaba del vagón se le cayó una rosa, que quedó muerta en el suelo. Jorge desanudó su mano de la de Ana, se levantó y fue a cogerla. Sabía que aquella rosa contenía las ilusiones de una persona. La puso encima del banco donde aún estaba sentada Ana. “Nadie debe pisar las ilusiones de la gente”- la dijo, después la cogió de la mano. “Creo que ya estás más tranquila. Ahora debo marcharme”. Ana le miró. No podía ser. Después de todas aquellas sensaciones, de todas aquellas caricias, de sentirse mariposa y cisne. ¡No!...¡No podía irse!... “¡NO TE VAYAS!”- volvió a suplicar, aflorando esta vez otra lágrima más de sus húmedas pupilas azules. Pero Jorge ya se iba, caminando hacia el andén de las despedidas. Caminando sin parar, sin mirar atrás, sin ver, que al final del anden estaba la vía, sin ver que el tren se había marchado. Sin ver que lo único que quedaba al final era muerte. Caminó hacia las vías de Nunca Jamás, como un solitario Peter Pan que no encontró su estrella. Ana quiso evitarlo, quiso gritar, llorar y morir, pero por alguna razón no pudo moverse del sitio. “¡NO!”, chilló una vez más... y su ángel de ojos turbios desapareció.

Ana despertó. Estaba recostada en el asiento del andén. Otra vez se había quedado dormida. Aquel sueño... había sido tan real... Jorge... su solitario Peter Pan sin hogar al que regresar... Lentamente, con la mirada perdida en la vía hacia la que había ido su ángel en el sueño, se levantó. Quizás fuera un punto de luz entre tanta oscuridad, quizás lo vio por pura casualidad: en el banco donde acababa de despertar había una rosa roja. La cogió con una sonrisa en sus labios. Se sintió como una mariposa. Se sintió como un cisne. Tal vez las cosas no ocurren como en los sueños, pero solo nosotros podemos defender nuestras ilusiones. Recordó las últimas palabras de aquel chico tímido y extraño de su sueño, aquel chico al que, tal vez, en otra vida había amado: “Nadie debe pisar las ilusiones de la gente”. Anudó la rosa a su cabello rubio y esperó con una sonrisa en su dulce rostro. El tren no tardaría en llegar.

FIN

Jorge de la Torre Jáñez (21-I-15)

jueves, 11 de septiembre de 2014

Chatroulette (Un relato)

Chatroulette: definición de Elías Notario, extraida de: 
http://alt1040.com/2010/02/fenomeno-chatroulette-que-es-por-que-triunfa-y-hacia-donde-va

“¿Y qué es Chatroulette? Pues algo extremadamente simple, básicamente es un sistema que pone en contacto a personas con o sin webcam de forma aleatoria (eso sí, si entras sin cam no contactaras con nadie o será complicado). Cuando accedemos vemos en la esquina inferior izquierda del sitio una pequeña pantalla que pertenece a nuestra webcam, justo encima otra pantalla igual donde aparece la webcam de otro internauta al azar y finalmente a la derecha está la parte para chatear. Listo, no tiene más. Una vez entremos Chatroulette nos conectará automáticamente con otro usuario, si nos cae bien podremos interactuar con él mediante imágenes (las de la webcam), sonido y texto y si no nos simpatiza tan solo hay que picar un botón para pasar al siguiente usuario.”


LUIS (38 AÑOS)

00:15.

Luis encendió el ordenador, tecleó en el buscador su página de chatroulette favorita y comenzó a masturbarse. Llevaba practicando el mismo ritual durante las dos últimas semanas desde aquel desagradable incidente. Miró el reloj digital que había sobre la mesilla de noche: las doce y cuarto de la madrugada. Siempre la misma hora, siempre la misma página. Sabía lo que buscaba. La buscaba a ella.

00:30.

La webcam de su ordenador nunca enfocaba su cara. Luis nunca había sido el más popular de su instituto, ni el tipo de hombre al que las mujeres piden fuego al salir de una discoteca. A decir verdad, Luis no era nadie y nunca lo había sido. Por más que lo había intentado, las chicas con las que había querido algo siempre se habían echado para atras, ya fuera por su físico o por su introveretida personalidad. De pocas palabras, Luis siempre había soñado con una relación estable, tachando las relaciones esporádicas de salvajismo e inconsciencia. Luis continuó pulsando el botón del teclado que le hacía cambiar de una cam a otra. La encontraría. Sabía que estaba allí. Ya la había visto otras veces. Mientras, su pene se iba poniendo cada vez más duro.

1:00.

A Luis le gustaba mirar los lugares desde los que la gente al otro lado de la pantalla emitía con su cam. Podía ver habitaciones oscuras, persianas bajadas, lugares soleados. Podía ver amaneceres y noches cerradas, luces y sombras, lugares en guerra... pero sobre todo, veía la soledad de las personas. Personas como él, que no habían tenido tantas oportunidades en la vida. Imaginó las vidas de todos ellos: solitarios, aburridos, pederastas, enfermos, exhibicionistas o simples colgados, pero todos solos, con el deseo de ser aceptados sin importar el tamaño de sus penes. Luis continuó tecleando el botón “siguiente”. Las webcams segúian alternándose. Apenas un parpadeo de la vida de cientos de desconocidos a traves de la pantalla de un ordenador. Luis miró el reloj: la una. Comenzó a oir las voces en su cabeza.


ALBA (19 AÑOS)

1:30.
Era la una y media de la madrugada. Alba encendió el ordenador. Había discutido con su madre, por lo que su cita diaria con el chatroulette no comenzó a la hora de siempre. Llevaba conectándose a aquella web desde hacía dos semanas. No sabía por qué lo hacía. No le gustaba ver viejos tocándose, babosos y demás. Tal vez se encontraba demasiado sola, tal vez demasiado aburrida. A veces soñaba con el príncipe azul. Tal vez hoy lo encontrara al otro lado de la pantalla.

1:45.

Luis comenzó a ponerse nervioso. Sabía que si continuaba masturbándose las voces pararían, pero también saldría la sangre del demonio. Su padre se lo habá dicho cuando él era pequeño, y tambien Don Francisco en el colegio Salesiano: “si te tocas el pene, Dios se enfurecerá y te castigará haciéndote sangrar con la sangre del demonio”, le solín decir. Él siempre paraba a tiempo. Recordaba a su amigo Francisco, como había sobrepasado los límites del placer, como había sangrado por el pene la sangre del demonio. Las voces en su cabeza le llamaban. Sabía que si seguía tocándose aplacaría la ira de la voz, pero si no paraba... Si no paraba dios se enfurecería.

1:45.

Para Alba todos eran iguales: penes sin rostro. Unos más grandes, otros más pequeños, más bonitos o más feos, pero todos tristes. Algunas pocas veces veía algún chico que no estaba masturbándose e intentaba entablar una conversación con él, pero tras comprobar estos que ella no se quitaba alguna prenda ni tenía intención de hacerlo, se marchaban en busca de otra más dispuesta. Alba no tenía amigos. Los había ido perdiendo poco a poco desde que sufrió el accidente. Eran las dos de la mañana. Pulsando una tecla, mirando un pene tras otro, Alba comenzó a llorar.

1:45.

Luis había conseguido reprimir su placer, había podido mantener a raya la sangre del demonio. Sus pantalones aún estaban bajados hasta los tobillos, pero esta vez su webcam apuntaba hacia su rostro. Nunca había probado a hacerlo. Suponía que se burlarían de él. Además, las mujeres siempre elegían el pene más grande, no la cara más fea. Por su cabeza pasó la chica a la que buscaba desde hacía dos semanas, a la que persegíua a traves de cientos de webcams a la misma hora de la madrugada.  Sólo la había visto en aquellos breves pestañeos entre cámara y cámara. Solo una milésima de segundo había bastado para enamorarse de ella. Tal vez otros menos acostumbrados a fijarse en los detalles no lo hubieran advertido, pero Luis lo había visto: la tristeza que emanaba de sus ojos, la oscuridad de su cuarto con peluches de una infancia olvidada sobre una cama situada tras ella. También vió el respaldo de la silla de ruedas sobre la que estaba sentada. Luis supo que ella le amaría.

1:53.

Entre las lágrimas, Alba pudo ver al otro lado de la pantalla a un hombre. No era agraciado físicamente, y no estaba masturbándose. Simplemente reflejaba un tipo de tristeza en sus ojos que ella nunca había visto. Sintió curiosidad. El hombre era de la misma ciudad que ella. Le hizo un gesto con la mano para llamar su atención y que no se marchara y luego tecleó: “Hola!!!”

1:53.
Luis acababa de encontrarla, sus vidas habían convergido entre las vidas de cientos de persanas que en aquel momento estaban conectadas al mismo tiempo en aquella web. Sobre la pantalla de su ordenador surgió una palabra: “Hola!!!”. Luis esbozó una sonrisa y comenzó a teclear. Sus pantalones seguían bajados.

1:55.

Alba nunca había visto a aquel hombre en otras ocasiones, o tal vez no se había fijado. Era bastante mayor que ella, pero no parecía ser como los demás. Parecía sincero. “Cómo te llamas?, tecleó. En su pantalla apareció la respuesta: “Soy Luis ¿y tú?”. Alba respondió: “Yo soy Alba”.

2:00.

La alarma del reloj de la mesilla de noche comenzó a sonar. Luis lo miró: las dos de la mañana. Una expresión de terror inundó su rostro. Al otro lado de la pantalla, la chica esbozó un gesto de extrañeza. ¡No, aquello no debía estar pasando!. ¡Se arruinaría todo!, temblando de miedo, Luis cogió el reloj y lo tiró al suelo, rompiéndolo en pedazos. El horrible sonido de la alarma cesó, pero la hora segía siendo la misma. Las voces de su cabeza volvieron a comenzar.

2:00.

Alba se asustó. Estaba manteniendo una agradable conversación con aquel desconocido (“Luis, se llama Luis”) cuando algo había ocurrido. Un sonido había comenzado a salir de sus auriculares. Era como la alarma de un reloj despertador. De repente, Luis había empezado a ponerse nervioso y a hacer extraños movimientos y a gritar extrañas frases, tras lo cuál cogió algo de una parte de su habitación que no se veía a traves de la pantalla y después se escucho un golpe. Luis había vuelto a tranquilizarse. La escribió que no pasaba nada, que el sonido de su despertador le había sobresaltado, después había sonreido. Hubo algo en aquella risa que no le gustó nada a Alba. Algo salvaje y desconocido, como una fiera sedienta de sangre. De repente, Alba sintió miedo. Situó el dedo en la tecla que pondría fin a aquella locura, la tecla que le llevaría de nuevo a ver penes y más penes tristes. Por el rabillo del ojo pudo ver el reposabrazos de su silla de ruedas. El chat le hacía olvidar el accidente, le hacía olvidar que se había quedado sin piernas. Ella también gritaba a veces. Gritaba hasta quedarse sin voz. Quería levantarse, coger su maldita silla de ruedas, tal y como aquel hombre tras la pantalla había cogido aquel reloj despertador, y tirarla por la ventana. Pero no podía. Sabía que no podía. Que si la silla caía, caería ella también. Alba retiró el dedo de la tecla. Nada cambió. El extraño seguía sonriendo tras la pantalla. Alba sonrió también, con una sonrisa pura, sincera, carente de maldad. Sintió pena por aquel hombre, pues veía en su risa el mismo miedo a la gente, la misma forma de odiar al mundo que sentía ella en su interior. Alba comenzó a teclear de nuevo. Le hablo de su familia. Le habló del accidente que la había privado de una vida normal.

2:15.

Luis tenía miedo. Sus piernas estaban temblando, pero intentaba que ella no lo notara. Las voces de su cabeza eran cada vez más fuertes y le instaban a hacer lo que tenía que hacer. Durante muchos años se había negado a llevar a cabo los dictados de Dios. Él estaba convencido de que era Diós quien le guiaba, quien se metía en su cabeza, le hablaba  y le mostraba la senda de la verdad y el amor. En el seminario, en sus años de formación, había intentado delimitar el bien y el mal. Pensó que lo había conseguido hasta que muchos años después, una noche, había comenzado a escuchar a Dios. Había sido hacía tres meses. La voz le obligaba a amar al prójimo, a impartir el amor y la salvación a los niños y niñas que acudían a sus clases de catecismo. Aquello era la obra de Dios. No podía haber nada malo en impartir amor. Miró sus hábitos colgados de la percha de su armario. Aquello era la palabra de Dios.

2:30.

Hacía unos pocos años que Alba había comenzado a fijarse en los chicos. Estaba en aquella edad en la que llamar la atención de un chico que le gustaba era más importante que labrar su porvenir. A su madre le gustaba mucho esa expresión: “labrar un porvenir”. Como si todo fuera un maldito campo se zanahorias. El problema es que Alba nunca más podría labrar, ni sembrar, ni ir siquiera por un maldito campo. Sus falta de movilidad se lo impedía, asi como también impedía que la gente quisiera relacionarse con ella y mucho más que algún chico se interesase en sus encantos. Aún recordaba aquel fatidico día, cuando Juan, el chico al que amaba, murió en aquel accidente de coche. Recordó como el rostro de su chico chocó violentamente sobre el volante, como saltaron los cristales y se clavaron en su bello rostro de adolescente, como se doblo todo su cuerpo en una postura imposible.. Recordaba también lo mucho que había bebido Juan antes de ponerse al volante. Lo recordaba todo... Ella iba sentada a su lado aquel día.

2:45.

Tres menos cuarto de la mañana. Ahora Luis lo sabe todo. Conoce todos los recovecos del alma de Alba. Sus secretos, su infinita tristeza. Conoce su historia, la de su familia. Las voces siguen sonando en su cabeza, pero ahora no puede aplacarlas con la masturbación. No delante de ella. El sudor empapa su cuerpo y su corazón. Teclea una frase para su dulce ángel triste: “Voy al servicio, ahora vuelvo”. Una sonrisa ilumina la oscuridad al otro lado de la pantalla. Unas palabras aparecen: “Vale, aquí te espero”. Luis se levanta y se coloca en un rincón de la habitación donde la webcam no le graba, donde ella no le mira, donde nadie ve su verguenza, va a acallar la Palabra de Dios. Comienza de nuevo a masturbarse. Mientras, la vigila.

2:45.

Mientras Alba ve cómo su interlocutor sale del rango de visión de la cam, piensa en lo mucho que le gustaría conocer en persona a alguien como él. A alguien que merece la pena. Lástima de su edad. Al comentar ambos sus respectivos lugares de residencia, han descubierto que son vecinos. Viven en el mismo barrio. Tal vez algún día le viera por la calle, tal vez incluso ya le haya visto alguna vez. Pero claro, antes no se conocían. Ahora lo saben todo el uno del otro. Luis es dulce y comprensivo. Incluso creyó ver un atisbo de lágrimas en sus ojos cuando le explicó la terrible historia del accidente que la dejó postrada en una silla de ruedas. Él la dijo que era como un ángel sin alas, y que algún día volaría alto. Que había que amar y ser amado. Mientras esperaba el regreo de Luis, Alba cogío un periódico de su mesilla. La fecha era de ayer. Era uno de aquellos diarios gratuitos que reparten en el transporte público. Miró la portada y recordó la discursión con su madre: “La joven Liliana, de nueve años de edad, sigue desaparecida” Su madre había puesto aquella noticia sobre su rostro y la había gritado: “ ¡Mira lo que le ha pasado a esta pobre niña! ¡Las desapariciones continúan y tu mientras hablando con desconocidos por internet!”. Aquella madrugada su madre había entrado en su cuerto y la había pillado haciendo chatroulette. No entendía por qué su madre se enfadaba tanto. Solo estaba conociendo gente, solo estaba relacionándose. “¿Hablando con deconocidos?”: Luis no era un desconocido, ya no. Algó atrajo la atención en el cuarto vacía que aparecía en la pantalla de su ordenador. Apenas una mancha negra en la pared. Se acercó a la pantalla y miró con detenimiento. Era un hábito de cura colgado en un armario.

2:47.

Luis vio cómo el bello rostro de Alba se iba acercando. Supuso que algo la habría llamado la atención, entonces, de repente, una pregunta apareció en su pantalla: “¿Eres cura?”. Luis dejó de masturbarse. Aquel era un momento peligroso. Dependiendo de la respuesta, podría triunfar o mandar todo al infierno. Él sólo quería amarla. Sopesó las posibilidades. Dios seguía hablando en su cabeza. Dios estaba enfadado porque  no estaba predicando el amor. La última vez que había estado tan furioso con él no podía masturbarse, asi que tuvo que acallar sus voz con un beso. Los besos eran amor. Aún recordaba los labios de aquella niña, de su alumna de catequesis. Liliana. Se llamaba Liliana. Dios se había puesto contento. Las voces de su cabeza habían remitido, pero Liliana no había comprendido el amor del Señor. Había maladad en ella. Por eso no lo había comprendido. La salvó a tiempo. La envió con Dios para aprender el complicado significado del amor. Había sido hacía dos semanas. Desde entonces sólo quería mantener contento a Dios. Miró de nuevo la pregunta que aparrecía en la pantalla, después tecleó.

2:50.

Tras ver la respuesta de Luis a su pregunta, casi se sintió decepcionada. Luis era sacerdote. Tal vez por eso había accedido a hablar con ella a pesar de su minusvalía. Por otro lado, confió más en él. Aquel hombre era el amor hecho persona. La llamaba ángel sin alas y la decía cosas preciosas. Nunca habían hechoo eso por ella desde que ocurriera el accidente. Lo máximo que había recibido habían sido miradas apartadas y cabezas gachas. Mientras esperaba la respuesta por parte de Luis a una de sus preguntas, Alba miró a la cama, a sus peluches. Era todo lo que tenía de su infancia. Su padre había muerto cuando ella tenía siete años, también de un accidente de tráfico. Desde entonces la había criado su madre, la cual había conocido a un hombre hacía dos semanas (las mismas que llevaba Alba conectándose a chatroulette). Su madre y aquel hombre habían empezado a salir juntos algunas noches. Veía a su madre con una ilusión como no vislumbraba en años, pero a cambio ella se sentía más sola todavía. No era una cuestión de egoísmo. Ella quería a su madre, y le encantaba verla feliz, pero también queria ella un poco de esa felicidad. El accidente que se había llevado sus piernas tambien se había llevado su felicidad. Miró la nota que su madre le había dejado aquella misma tarde: “Esta noche saldré con Ernesto. Volveré mañana por la mañana. Cena lo que hay en la nevera. Ten cuidado. Te quiere: mamá.” Alba aún no había cenado. Solo había pulsado aquel botón que iba de una webcam a otra, de un pene triste a otro pene triste, de una soledad a otra, hasta que había encontrado una luz entre tanta oscuridad: una luz llamada Luis.

PRESENTE:

2:59.

Dos  y cincuenta y nueve de la madrugada. El reloj despertador está hecho pedazos en el suelo, pero Luis sabe que en un minuto las voces le obligarán. Ya no tendrá la escusa de ir al baño. No podrá aplacar la ira de Dios. Deberá predicar el amor para conseguirlo. Pero ella está tan triste, tan falta de amor... ¿comprendería ella el amor, o tendría que enviarla con el Señor como a Liliana? No, ella lo comprendería. Estaba triste. Necesitaba que la amaran.  Luis sabe donde vive. Ella se lo ha dicho, ella se lo ha confiado. “Hay que confiar en Dios y en los predicadores de su palabra.”, eso le había dicho Don Francisco en el colegio Salesiano. También le había enseñado a acallar las voces de su cabeza,  la palabra de Dios. Don Francisco lo llamaba lujuria. A los quince años le había enseñado a masturbarse. Se lo llevó a su despacho y le dijo: “Esto no es un pecado. Yo lo hago. Así mantenemos a raya la lujuria que corroe nuestras almas”, después le había tocado. “Haz esto cuando sientas la lujuria oscureciendo tu alma, pero no hagas salir la sangre del diablo- le había advertido Don Francisco- la sangre del demonio es la impureza de nuestros corazones y un estigma de Lucifer”. Luis no le había contado nada de aquello a nadie: “Eres el Elegido, Luis- le había dicho Don Francisco- Dios está en tu cabeza y te habla. Pero el Señor prefiere que guardes su voz como tu más íntimo secreto”. Luis ve la sonrisa de Alba al otro lado de la pantalla. Ella será merecedora de su amor. Merecedora del amor de Dios. Luis sonrie. Tres de la madrugada. La alarma no suena, pero Luis comienza a sudar.

2:59.

Alba tiene hambre. Ya puede cenar tranquila. Sabe que Luis no se marchará del otro lado de la pantalla, que la esperará, y, si por algún casual lo hace (tal vez por que él estuviera muy cansado y quisiera acostarse), podría llamarle al día siguiente. Ya habían intercambiado sus números de teléfono.. Se siente segura hablando con aquel hombre, sin importar la gran franja de edad que los separaba. Su estómago ruge como suplicando alimento. Mira a Luis y teclea: “Tengo hambre. Voy a cenar. Ya hablamos más tarde, y si no mañana. Puedes llamarme cuando quieras. Un beso”. Espera a que el se despida también y después agarra las ruedas de su silla para desplazarse. Va a cenar.

3:00.

Alba sale del ángulo de visión de la webcam. Lo único que Luis puede ver ahora en su pantalla es una habitación en penumbra con una cama llena de peluches. Mira la frase de despedida de Alba entre sudores y jadeos. Una de aquellas palabras quema en su corazón: “besos”. De repente lo tiene claro: ella comprenderá el amor de Dios, ella comprenderá su amor. Luis pulsa con el ratón el botón “salir”. Lleva horas sin pulsarlo. La habitación en penumpra desaparece, la cama desaparece, los peluches desaparecen. Ya no hay nadie al otro lado de la pantalla. Despacio se levanta, se desnuda de sus vulgares vestiduras y se viste con la sotana. Descubre una minúscula mancha roja en la manga. La sangre es dificil de limpiar. Se mira al espejo. Su frente sudada, su mirada perdida. Dios está furioso. El arañazo que hay en su mejilla aún no se ha borrado del todo. Maldita Lilian. No quería comprender el amor de Dios, pero había sido inutil haber querido defenderse de él. Luis pensó que ahora mismo Liliana estaría a la derecha del Señor arrepintiéndose de aquel arañazo. Luis cogió su crucifijo y se lo guardó en el bolsillo. A la mente le viene el pequeño cuello de Liliana siendo abrazado por aquel crucifijo. No, siendo abrazado por Dios. Coge las llaves de su casa y sale a la calle. El ordenador está apagado.

JAMES (20 AÑOS):

3:45.

James es ecuatoriano. Lleva en España un año, pero aún no se siente integrado. Su familia casi nunca está en casa. Siempre están trabajando para sobrellevar el día a día. Trabajan en horario nocturno, por lo que por las noches se queda solo en aquella destartalada casa de alquiler. Al menos tiene conexión a internet. Nueno, el vecino tiene conexión, él se la roba con una aplicación informática. Son las cuatro y media de la mañana. James tiene el ordenador encendido. Se mete en la página de chatroulette de siempre. Sólo quiere hacer amigos. Sentirse integrado. Le asquea ver todos esos chicos masturbándose, pero a veces habla con alguna persona que merece la pena. Pulsa el botón y comienza a visualizar las vidas anónimas de cientos de personas. Nunca ha hablado con una chica por chatroulette. Las cámaras van alternándose a un ritmo vertiginoso. Breves pestañeos en la rutina de cientos de personas solitarias y aburridas. De repente retira el dedo del botón “siguiente”. Al otro lado de la pantalla hay una chica. Es muy guapa. Vive en otra ciudad. Su mirada refleja una insondable pena, aunque un atisbo de sonrisa se adivina en su rostro. “Hola!”, teclea James. Ella le saluda con la mano, seguidamente, pregunta: “¿que tal?” “Aquí, acabo de cenar”- contesta ella. La conversación continúa:

 “¿Te conectas mucho por aquí?”-pregunta James.

“Sí, desde hace unas pocas semanas”

“Y qué...¿mucho guarro?”

“jajajaja, bueno, acabo de conocer a un hombre muy majo”

“¡Anda!”

“Se llama Luis, es un cielo. Hace un momento estaba hablando con el, pero he ido a cenar y cuando he vuelto ya no estaba. Aún así tengo su número de teléfono. Mañana le llamaré. Me gusta hablar con él”

“¿Te fias de ese chico?”

“Bueno, no es un chico, tiene ya 38 años, pero es muy majo. Me gusta hablar con él”

“¿Y quedarías con él?”

Un sonido se escucha al otro lado de la pantalla. Un sonido que viene del otro lado de la webcam. James ve cómo a chica deja de escibir y mira hacia atrás.

“Qué raro- escribe ella-acaban de llamar al timbre. Supongo que será mi madre. Ahora vuelvo. Espérame y seguimos”.

“Vale”- contesta el chico.

James se da cuenta de algo en lo que no había reparado antes. Aquella chica va en silla de ruedas. No le importaría ser amigo suyo, incluso le parece muy guapa. No le importaría su minusvalía, ni que vivieran en ciudades diferentes. La espera mirando fijamente a la pantalla, aquella habitación en penumbra, aquellos tristes peluches de otros tiempos. Espera diez minutos a que ella volviera. Espera media hora, una hora. Ella no vuelve. Coloca el dedo sobre el botón “salir” y lo aprieta. La pantalla del ordenador queda en negro. Desde que desapareció su hermana Liliana, James se siente muy solo, pero sabe que Dios cuida de ella allá donde esté. Tiene esperanza de volverla a ver. Tiene fe en ello. Reza cada mañana por ello. Él lo sabe: Dios está con ella.

Dios la protege.


EPÍLOGO (5:59).

Es noche cerrada. Los solitarios y los aburridos navegan por internet y muestran su rostro y sus vidas a desconocidos. Algunos relatan historias tristes, historias de otros tiempos. En la oscuridad, un hombre sonriente las escucha todas. Él comprende la tristeza mejor que nadie. Él escucha a Dios y predica su amor. Hoy su Dios está contento. La besó antes de enterrarla. La alarma de su reloj nunca volvería a sonar. Podía dormir tranquilo hasta que su Señor requiriera de sus servicios. Al fin y al cabo, era su trabajo. Él era el Elegido.

...


“TU WEBCAM NO ESTÁ CONECTADA EN ESTOS MOMENTOS. ¿DESEAS CONECTARLA?”...




NOTAS: en este relato quería convertir internet, y en particular los chats (muy especialmente los chats aleatorios con cámara web, llamados comunmente chatroulette) en espacios cerrados y claustrofóbicos, espacios donde das vueltas y más vueltas alrededor de la locura, del bien y del mal. Creo que no existe en internet una línea que delimite el bien del mal, aunque también soy consciente de que la maldad es característica de las personas, no de las tecnologías. He intentado dejarlo claro desde el principio. Las obsesiones son cosas del hombre. La locura existe. Creo que no tengo más que decir, salvo que os cuideis de los hombres sonrientes.




Jorge de la Torre Jáñez
(28 y 29 de Agosto de 2014. Robledo de Chavela)

miércoles, 26 de marzo de 2014

Sonar a tristeza

NOTA: tras unos meses sin escribir, vuelvo a ello con ganas.

Y entonces,
tras leer a los clásicos,
a los grandes
e iconoclastas,
los quemé.
Y decidí
despojar
las estanterías
de Poemas de amor
y  Canciones desesperadas,
de Romanceros gitanos
e Hijos de la Ira,
de Salinas y Quevedos,
de Esproncedas y Bukowskis,
y habité en el vacío
que dejan los versos
y las despedidas.
Y busqué un espacio
no habitado.
Forjé una armadura
hecha de nada,
un sueño
de barro
y cartón,
y quise aprender
de unos labios
la palabra
Revolución
y la palabra
Libertad.

Y en tus ojos
busqué
orgasmos
de leviatán
y encontré
el miedo
de los poetas
a no sonar
a tristeza
y soledad.
Entonces,
empecé
a escribir
risas
en los bares
y en los
vagones del metro.
Risas con beso
Risas con piedra
Risas con odio
y amor.
Y empecé
a vivir
a ras de la vida.
Cambié
asceta
por
haragán,
y agua limpia
por cazalla.
Y las nubes
por el asfalto
desde donde oler
el mundo.
Y aquel
"Te quiero
cuando estás
como ausente",
lo transformé en
"Te quiero
cuando estás
hijaputa".
Convertí
la escritura
en un acto de 
desprecio
hacia lo
real,
y liberé
a las
oscuras golondrinas
de su regreso eterno.
Y me quedé
con los locos,
con las putas,
con los borrachos,
con aquellos
que no cabían
en los libros.

Y preferí
a la musa
que odiaba
las primaveras
y arañaba
los cielos
con su falda,
siempre
demasiado
corta,
pero
nunca
demasiado
obvia.
La musa
demasiado
libre
para ser fiel
y demasiado
enamorada
para estar
conmigo.
La musa
del prozac
y las tardes
grises,
del lorazepam
y los abrazos rotos.

Confieso
que no
es fácil
vivir así,
tan a ras
de la vida,
tan en contra
de todo,
pero es
la única forma
que conozco
de escribir
y de amar.
Unos me
quieren,
la mayoría
me odia
o les importo
una mierda,
pero esa
no es
la cuestión.
La cuestión es
que he perdido
el miedo
a no sonar
a tristeza,
a no ser
uno más
entre la multitud.
Porque ahora
sólo yo
soy dueño
de mi propia
caída.

(26-III-14)

viernes, 31 de enero de 2014

El amor es más bello que cualquier revolución

Porque
el amor
que me mata
es el mismo
que me hace
no salir
a las calles
y asesinar
al mismísimo
viento.

Es el mismo
que me insta
a no encadenarme
desnudo 
y hambriento
a las puertas
del cielo
en busca
de libertad.

Es el mismo
que me obliga
a no quemar
el mundo,
a no derribar
los pilares
de los Dioses
que nos vigilan.

Porque
el amor
que me mata
es el mismo
que
os salva
de mi desesperación,

y de hacer
arder las calles,
y de destrozar
a pedradas
los cristales del poder,
y de escupir
sobre los siervos
del dinero.

Porque
el amor
es más fuerte
que cualquier
dictadura.

Porque
el amor
es más bello
que cualquier
revolución...

pero
también
más
terrible.

Temblad,
traficantes del miedo,
portadores del odio,

porque
el amor
será el cáncer
que marchite
vuestras flores.

(26-I-14)

Lesbia

Maldita
Lesbia mía.
Tan puta
y tan princesa
como sólo puede serlo
una mujer
como ella.
Tan libre
y tan oprimida
por la belleza
y sus formas.

Tan musa
y asesina.

El corazón
la arrastra
hacia
los riscos afilados
del porvenir.

Destrozando
la mitad de la poesía universal
con una sola mirada
y apropiándose
de la otra mitad
con un beso.

Comprando
amor en el mercado
a carne en los corazones.

Maldita
Lesbia mía.
Tan puta
y tan princesa.
Tan musa
y asesina.
Tan gata
descosida
por el brillo
de mis versos.

Ojalá se muera
y me deje
con mi pena.
Ojalá se muera
con un futuro
lento y doloroso.
Que el invierno
sólo marchita
a las flores
que se niegan
a morir.

Maldita
Lesbia mía,
tan cáncer
y
venenosa,
tan Afrodita
del miedo.

Ojalá nunca
me dejé.

(26-I-14)

domingo, 26 de enero de 2014

El Amor nunca estuvo hecho para ojalás

Qué despiste...
Debí haberte
besado
cuando pude.

Cuando
aún
era cuerdo
y sin dioses,
inocente
y sin cadenas.

Cuando
aún
no se me habían
abalanzado
el amor
y tus pupilas
como una fiera
salvaje y dolorosa.

Cuando
aún
no cazaba
mariposas
ni sueños,
cuando
aún
no contaba
estrellas.
Cuando
tus labios
estaban
a dos cervezas
de distancia
y tus muslos a un susurro.

Debí haberte
besado
cuando no
era
más hombre
que mis propias
ganas de besarte,

cuando
tus ojos
eran ojos
y no patria.

Cuando 
tú eras sólo hembra
y yo unas tristes ganas
de poeta en celo.
Cuando tú
no eras TÚ.
Cuando YO
solo era
yo,
con minúscula
y defectos,
entero
y sin decimales.
Cuando no
compartía
mis números
con nadie.

Debí haberte
besado,
sí,
cuando 
la noche
era noche
y las estrellas
luces distantes
que algún día
morirían.

Pero ahora...
ahora
todo
es un
TODO de ti,
hasta
las estrellas
mueren
sólo porque

lo ordenas.

Y hasta
la noche
deja de ser
noche
sólo porque
me masturbo
pensando
en tus labios.

Y en tus ojos
Y en tus piernas
Y en tu pelo...

Ahora
el amor
me ha traicionado
y tus labios
son tan distantes
como aquellas estrellas,
Y la noche
avanza oscura
mientras
le meto mano
a mi corazón
buscando
las zonas herógenas
de mis dudas.

Porque
las oportunidades
perdidas
convierten
el deseo
en obsesión.

Porque
cada puerta
que cierres
al placer
querrá
ser derribada
por el amor.

Pero ahora
ya es tarde
para besos
de tal vez,
para caricias
de quizás,

ahora
es el Todo
o la Nada,
el Siempre
o el Nunca,
la Caricia
o el Trueno.

Porque AMAR
nunca fue cosa
de COBARDES.

Porque el AMOR
nunca estuvo hecho
para OJALÁS.

(26-I-14)