lunes, 18 de noviembre de 2013

EL ESCRITOR

“La realidad no existe si no hay imaginación para verla.” 
“Nos encontramos a nosotros mismos únicamente mirando lo que no somos”
                                                                                            Paul Auster

         La chica entró en el vagón y por un momento sus miradas se cruzaron. Sus vidas, por el contrario, seguía siendo un secreto. Pelirroja, metro ochenta, delgada. Jorge apuntó todo en su cuaderno, incluyendo el aro que lucía ella en el tabique de la nariz, lo que los entendidos llamaban septum. Vestía con una sencillez tal vez un poco caótica, como compuesta por retales de todas las estaciones del año. Parecía como si acabara de salir de una de esas reuniones de grupos alternativos en los que se debate sobre arte, ensaladas y religión mientras beben unas cervezas vegetales, aunque por la hora que era, el lugar donde estaba y el gran portafolios que llevaba encima, Jorge supuso que iría rumbo a casa tras las clases en alguna escuela de arte. “Chica de piel blanca y mirada silenciosa”, escribió el muchacho en su cuaderno. Era aquel un ritual que realizaba siempre que viajaba en metro: describir lo que ocurría alrededor, buscar vidas tras todos esos rostros desconocidos. Luchar contra el reloj, contra el caos diario que azotaba a los hijos de la rutina, intentar comprender el porqué de su prisa. Aquel ejercicio le mantenía siempre en guardia, pendiente del más mínimos cambio para dar cuenta de él en su fiel libreta. Miro el rostro de aquella chica, aquel rostro entre soñador y desconsolado, y la puso un nombre: Nicole. Después imaginó su vida: viviría con sus padres y algún hermano, ademas de con un perro o un gato. Sería artista, estudiante de arte. En su corazón escocería algún reciente desengaño amoroso, en su cabeza soñaría con amaneceres limpios junto a alguien que la quisiera, sin la suciedad de la Despedida, sin la vergüenza del Adiós. ¿Y sus amigos? Pocos pero fieles. Entonces, Jorge pensó en su vida, en su propia vida: él también había sufrido por amor, o para ser más exacto, por no-amor. Aquella chica a la que tanto quería, por la que tanto daba... pero Ella estaba lejos, perdiendo su vida tras sus propios sueños, perdiendo trenes por perseguir horizontes demasiados lejanos. Y allí estaba él: en aquel sucio vagón que olía a derrota. A su alrededor el caos continuaba. El hombre del traje hablando por el móvil cuando la cobertura se lo permitía, la joven pareja mostrando su amor a todos aquellos que tuvieran estómago para verlo, aquella víbora cuarentona mostrando sus piernas... toda la fauna que cabía en un vagón de metro estaba allí. Jorge los conocía a todos. Había escrito mucho sobre ellos: el hombre del traje se llamaría Fernando, y sería jefe de personal. La mujer que mostraba las piernas sería Lola, una mujer de armas tomar que de vez en cuando salía de caza al acecho de presas jóvenes, mientras que entre semana trabajaría en una oficina como secretaria. Todos ellos viajaban cada día en el mismo vagón como Jorge, cuyo cuaderno ya estaba repleto de historias sobre ellos. Y después estaba aquella chica: Nicole. A ella la reservaba la mejor historia.

El tren paró en la estación de Carpetana. Un hombre subió a pedir algo de dinero o de comida. La gente agachó la cabeza, se apartó o siguió enfrascada en sus lecturas o en las pantallas de sus teléfonos móviles. “Una ayuda, por favor”, repetía aquel hombre mientras recorría el vagón y los ojos de la gente. Ojos que no se dignaban a mirar los suyos, tal vez para no ver su vergüenza reflejados en ellos. Jorge escribió sobre Paco el mendigo, sobre cómo lo había perdido todo por un error. También le conocía a él, y a los que a veces subían a tocar. Todos ellos eran parte de su gran relato. Las estaciones siguieron llegando una tras otra. Gente que subía, gente que bajaba. Miradas. Sonrisas. Lágrimas. Deseos. Y Nicole, su chica de piel blanca y mirada silenciosa. Jorge fijó su vista en el cuaderno y comenzó a escribir. Mientras, el mundo giraba, la gente subía, la gente bajaba, nacían y morían en un segundo fugaz y eterno como aquella mirada que sé cruzó con la suya como una saeta: “Nicole pensaba que el amor era algo extraño y complicado. Como una ruleta en la que por mucho que apuestes, puedes perderlo todo en un segundo”. ¿Así era Nicole?, pensó Jorge. Tal vez se estaba volviendo loco. Imaginando las vidas de la gente tras un cristal. Pensó que ser escritor a veces resultaba cruel. Como un ser oscuro, silencioso e implacable agazapado en su soledad, en una burbuja de impasibilidad que le protegía del mundo mientras miraba lo que en él ocurría. Guerras, muerte, desamor. Él lo describía desde el Trono maldito de la Imaginación, pero sabía que para escribir había que vivir, y que él nunca viviría la tristeza de los demás, aunque tampoco sus alegrías. Porque, aunque no se fijara tanto en ello, había gente feliz a su alrededor. Personas que ya habían alcanzado su horizonte, que ya habían encontrado sus sueños tras la esquina de la vida. Pero a aquellos Jorge los despreciaba, o en otros casos, le resultaban indiferentes. El solo veía recuerdos en los ojos de la gente. Recuerdos que guardaban heridas como las suyas. Comprendió que ser escritor no era inventar, sino mirar, descubrir. Aquella gente no se merecía ser un ejercicio literario, o unas palabras garabateadas entre estación y estación. Sabía cómo le miraban: “Ya está aquí el Loco de las Palabras”, pensarían algunos. Si ellos supieran... Todos sus sueño se bajaron en aquella parada. Sus versos, sus historias, sus ideas que no servían para nada, todos se marcharon de aquel vagón de ilusiones y esperanzas. Jorge guardó el bolígrafo y cerró el cuaderno, después miró a toda esa gente. Sus vidas no eran más que fantasías en su cabeza. Se preguntó si sufrirían, si pensarían en alguien que les quisiera, si creerían en algún dios, si besarían, si amarían, si llorarían... y entonces Jorge quiso dejar de escribir para siempre. Olvidar que todo estaba en su cabeza, que la ventana desde la que miraba al mundo acababa de romperse. Y tuvo miedo de la realidad. La realidad era demasiado despiadada. La realidad y sus fauces, sus colmillos de rutina y soledad. Entonces volvió a abrir el cuaderno y escribió: “Lunes 18 de Noviembre del 2013: una chica se ha subido al vagón en mi estación. No sé su nombre, no sé su edad, no sé el sabor de sus labios, pero sé que la quiero”. Todo aquello era real. El vagón, la estación, el pelo rojo de aquella chica, sus labios. Todo real. Sólo necesitaba salir de aquella mentira a la que llamaba palabras. Toda su existencia había sido un mal relato, una hoja en sucio entre los márgenes de la irrealidad. Quería salir. Quería vivir y ser libre de buscar el sentido de todas aquellas frases en unos labios, en una sonrisa, en unos ojos sinceros. Nada de esconderse en el fondo de una página olvidada. Jorge sonrió y guardó el cuaderno.

Y la Historia se hizo, como aquella saeta clavada en su pecho, saliéndose de lo márgenes del mundo. La voz en megafonía anunció la parada. La chica del pelo rojo bajó apresuradamente. No se dio cuenta de la bufanda que se le había caído en su prisa por salir. Jorge sí se dio cuenta. No era su parada, pero recogió la prenda del suelo y atravesó las puertas mientras estas se estaban cerrando. Pensó que tal vez esas eran las historias que merecían la pena ser contadas. La chica había desaparecido entre la multitud, ahogada por el peso del día a día. Jorge la buscó. Recorrió el andén con la mirada. Después corrió hacia la salida. Buscó, buscó de manera desesperada como si en ello le fuera la vida. Buscó... y la encontró: la chica estaba subiendo las escaleras mecánicas, ajena a todo lo que la rodeaba. Jorge subió las escaleras, pidiendo permiso y más tarde perdón por los empujones, abriéndose paso entre almas para buscar a la chica de piel blanca y mirada silenciosa, a la extraña a la que llamaba Nicole. Tras subir lo que parecieron las escaleras hacia el cielo, llegó al lado de la muchacha y jadeando a causa del esfuerzo, le dijo: “Perdona, se te cayó esto”. Ella le miró. Tal vez le recordara del vagón, o tal vez no, pero sonrió, cogió la bufanda y con una voz que podría haber sido la de un ángel desterrado dijo: “Gracias”. Sin que nada le pudiera parar, Jorge preguntó, tal vez sin esperar respuesta: “¿Cuál es tu nombre?”. La chica volvió a sonreír. “Nicole- dijo- me llamo Nicole”, después se ajustó la prenda al cuello y se perdió entre la gente.

Jorge volvió a bajar al andén. Sacó la libreta y se puso a escribir. Su tren llegó a los tres minutos. Mientras se acercaba a las puertas del vagón, pensaba en aquella chica, imaginándose su vida, pero esta vez conociendo el sonido de su voz, su mirada y su nombre: Nicole, se llama Nicole.

Mientras yo sacaba el cuaderno un chico subió al vagón. Iba sonriendo y parecía acabar de haber corrido en una maratón, tal y como respiraba. Sacó una libreta y comenzó a escribir. Le miré y me imaginé su historia: “Jorge la buscó. Recorrió el andén con la mirada. Después corrió hacia la salida. Buscó, buscó de manera desesperada como si en ello le fuera la vida. Buscó... y la encontró: la chica estaba subiendo las escaleras mecánicas, ajena a todo lo que la rodeaba”. Pensé que aquella era una de esas historias que merecían la pena ser contadas. Jorge cerró la libreta y aún con la sonrisa entre los labios, bajó en su parada. Yo mientras, continué escribiendo, pensando que tal vez alguna vez cerraría el cuaderno y viviría una aventura como la de los personajes que inventaba en cada trayecto. Tal vez ellos no tuvieran unas vidas tan interesantes como las que yo les daba, pero sabía que tras sus rostros había amores, recuerdos y despedidas, y que el mundo no se resumía a unas pocas palabras escritas en un papel, a unas pocas mentiras dichas con sinceridad. Sabía que el mundo no cabía en una hoja en blanco. Pero lo que yo escribía era mío. Algo pequeño y a la vez grandioso a lo que aferrarme en la inmensidad de aquel mundo.
Y pensé en Jorge, en Nicole, en Lola la mujer fatal, en Paco el mendigo, en aquella pareja que se besaba, en toda esa gente a la que no conocía, de la que no sabía sus nombres. Nunca comprendería sus vidas, pero me ayudaban a que yo comprendiera la mía.

La voz de megafonía anunció mi parada. Cerré el cuaderno y me acerqué a las puertas para salir al andén de la vida. Al andén de aquellas historias que merecen ser contadas.

(Lunes 18-XI-13)

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